–Si queremos subsistir en
estas condiciones tenemos que ser más
listos y más fuertes que todos nuestros enemigos, que son muchos. No sirve de
nada correr más que ellos. Estamos hartos de correr, de ver como nuestra familia
enferma y se les hincha la barriga, cansados de no poder llevarnos nada a
nuestros estómagos. Estamos hartos de que vengan hombres armados a llevarse
nuestras piedras, nuestro gas, la riqueza de nuestra tierra, nuestras vidas...
El jefe, que ya no
parecía el jefe, sino uno de aquellos agoreros que moraban en las últimas
cabañas, prosiguió con determinación su perorata.
–Aquí no hay teléfono ni
cobertura, las noticias no llegan, nadie ha visto jamás un hospital y nuestros
hijos para ir a la escuela tienen que hacerse
todos los días veinte kilómetros de ida y veinte de vuelta. Pero a partir ahora
seremos fuertes, nadie podrá con nosotros.
El jefe de la tribu se
tomó un pequeño respiro. Hacía demasiado calor como para acalorarse tanto.
–¿Entendéis ahora donde
estáis? ¿Sabéis lo que todo esto significa?
Después de decir esto el
jefe se calló, dando paso a uno de esos silencios calculados que solo los jefes
pueden permitirse. Entonces fue cuando Bermúdez, el de recursos humanos, empezó
a cuchichear por lo bajo, el muy flojo.
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